miércoles, septiembre 13, 2006

Hallazgo #3

Hay voces tan sutiles que parecen ser parte del propio pensamiento. Hay otras que parecen ser habladas por uno mismo sin darse cuenta, por la proximidad que tienen con el diálogo interno. Pero cuando una voz es ambos engaños y aún entonces uno se encuentra de frente con su espeluznante origen, es acaso la mente que se nos hace materia como una película fina tendida sólo ante los propios ojos.

La bruja

Caminaba con cierta preocupación por una calle diagonal. Concentrada en pasar un crucero de frente y sin tener que parar en dos esquinas, escuché una voz. A mi lado, casi imperceptible, estaba un despojo de mujer, flaca, pequeña, morena, de ojos grandes y dedos alargados que se extendían hacia mí.

—Señorita, ¿quiere que le lea la mano? —aunque no hubiera entendido sus palabras, mi respuesta hubiera surgido con la misma naturalidad y con ese temblor.
No, gracias.
—Puedo decirle cómo deshacerse de quien le hace daño, puedo darle un remedio para lo que le preocupa, puedo darle las respuestas que busca, puedo decirle si vale la pena vivir la vida que vive —había volteado la cara hacía el crucero fingiendo ignorarla. No sería la primera vez que me leerían la mano. Hacía tres años que me había topado con una de su gremio y accedí a la lectura para probar públicamente que no tenía miedo ni creía en ello. Manera curiosa. En esa ocasión, la bruja me dijo que debía encender una vela blanca y repetir el nombre de mi amante trece veces mientras pasaba mis dedos por la flama para evitar que una mala mujer nos separara. Nunca encendí esa vela. En fin, no quería creer en las brujas, pero la que entonces se paraba a mi lado y me miraba fijamente, me tenía aterrada en la duda.

—No, en verdad, gracias
—se alejó unos pasos y caminó a mis espaldas un rato. Viré en direcciones confusas para perderla, estando tan cerca de mi casa como estaba. Seguía sintiendo su presencia y oyendo su arrastrar de pies, pero la realidad era que ya no me seguía. Entonces hui para recluirme en casa el resto de la tarde.

Por la noche, antes de conciliar el sueño, brinqué entre las cobijas. La bruja de aquel día era muy parecida a la que haría unos años, me miraba con ojos afilados y acariciaba mi palma derecha con sus dedos morenos y largos. Mi mano izquierda de inmediato tomó a su compañera para protegerla de una mujer invisible. "Todas deben ser iguales", me dije y cerré los ojos contra la almohada.

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