viernes, junio 02, 2006

Crónica llena de Fallas

FALLA #1.- INFORMACIÓN INSUFICIENTE
Anuncian muy discretamente una junta informativa donde se expondrán las opciones para adelantar horas de servicio social en el verano. Con tan poco quorum es evidente que la asistencia no será determinante para inscribirse en alguno de los proyectos. Voy. Como suele suceder cuando se tiene una idea maravillosa, se obtiene un teléfono importante o se asiste a una junta de servicio social, no llevo nada en qué anotar. Así, con la información escrita en los bordes que rodean a unos apuntes de Administración, comienza la series of unfortunate events. Al revisar mis notas todo suena perfecto. El proyecto que quiero parece leerse:

Transporte universidad
Intensivo Centro Com. Santa Fe
Apoyo tareas, clases manualidades, danza y fut.
Niños primaria colonia marginada.
180 hrs. junio 1-30, de 9-13 o 13-17

Veo a la secretaria de desarrollo social, firmo mi carta compromiso y justo después me pregunta si tengo el croquis. Claro que no lo tengo y no me importa, la escuela nos lleva... ain't that right... Ms.? No. La carta compromiso tan cerca y yo sin poder romperla. Pero ni modo, como autocastigo por la distracción, más chingarse y menos lamentarse.

FALLA #2.- FALTA DE PREVISIÓN
Luego de buscar a la coordinadora durante días, no hay respuesta. Un día antes de la aciaga fecha, me busca. Rápidamente me explica el croquis que sostengo mientras hablamos por teléfono. Es muy sencillo, mira, ¿tienes coche?... Entonces te vas al metro, agarras un camión, buscas una farmacia, bajas, subes, vuelta a la derecha y preguntas. Got it. Doy una revisada rápida al mapa on-line de la ciudad. Encuentro una colonia cuya existencia me había sido deliberadamente oculta. Duermo intranquila. Mi madre, a quien no saqué del error del transporte para evitar una discusión acerca de su sobreprotección, me deja en la universidad. Un camión al metro: $2.50. Y de aquí pa' dónde.

FALLA #3.- IGNORANCIA Y ATAQUE DE NERVIOS
En el metro busco el otro camión. Me trepo en uno y le pregunto al chofer. No entiende. Le enseño mi croquis. Se ofrece a llevarme a la base. Le pregunto la cuota. Dice que es gratis. Me deja en la base que está cruzando la calle. ¿Por qué no la había visto antes? Me dice que tome el camión que dice Santa Lucía. Miro a mi alrededor el terreno semivaldío con los camiones estacionados en fila; busco y me gano la unrequested attention de algunos choferes. Vuelvo al andén. Espero y no llega el camión. Al cabo subo a uno que dice otra cosa. ¿Llega a Jalalpa? Hasta allá sólo el que dice Santa Lucía. Bajo. ¿Llega a Jalalpa? Hasta allá sólo el que dice Santa Lucía. Bajo. ¿Llega a Jalalpa? Hasta allá sólo el que dice Santa Lucía, pero yo te dejo una cuadra antes. Le enseño mi croquis. Te dejo una cuadra antes. Toto, I've a feeling we're not in Fairy Land anymore.

La ruta resulta no ser la que delineé en el mapa un día antes, así que después de treinta y tantos minutos estoy extremadamente nerviosa al ver el paisaje surrealista donde las calles no solo no tienen los nombres que recuerdo de mi investigación, sino que no tienen nombres: están simplemente numeradas. Llegamos a Av. Santa Lucía, me relajo. Estoy a punto de bajarme cuando veo una farmacia. Es más arriba, dice el chofer. El señor sentado atrás me pregunta a dónde voy. Jalalpa. Esa es otra colonia. Le enseño el croquis. Me escucha y se ofrece a avisarme. Tras una eternidad, la señal. Camino una cuadra y veo la calle con las subiditas y bajadas. Camión a "Jalalpa" $3.50.


FALLA #4.- FALTA DE PRECAUCIONES
Cuando tomo la calle, me doy cuenta de lo pobre que es el lugar en el que estoy. En ningúna dirección se ven rescoldos de la civilización a la que estoy acostumbrada. No hay edificios altos sino casas deslavadas con techos débiles. No hay grandes establecimientos sino algunas pollerías, las recauderías (que creía extintas), tlapalerías, abarrotes y fonditas. Olor a letrinas. Casi no hay mujeres en la calle. Apenas veo a una con su hijo de la mano, acelero el paso y camino detrás. En estos casos la belleza objetiva no importa, puede ser incluso inexistente; los hombres alrededor, con la única condición de que lo que se les atraviese tenga tetas, harán insinuasiones violentas y explícitamente sexuales. Después de las primeras muestras de educación popular y acercamientos no deseados, estoy asustada as hell. El secreto, creo, es no perder la seriedad absoluta del gesto.

Al llegar a lo alto pregunto a la mujer por el Centro Comunitario. No hay ninguno por ahí que ella recuerde. Por lo menos veo que el nombre de la calle con la que topo coincide con las descripción de la coordinadora. Camino cuatro o cinco cuadras a la derecha, ya sin la mujer. En la acera opuesta hay unos hombres demacrados y sucios que me miran fijamente. Acelero el paso, haciendo esfuerzos sobrehumanos por que no se note mi preocupación, y me detengo afuera de una fonda donde pregunto por la Iglesia/Centro Comunitario. Me explican que la acabo de pasar. Al mirar atrás veo que uno de los hombres se cruzó la calle y me mira por debajo de la visera de su gorra, recargado contra un árbol.

Es fácil imaginárselo, estereotípico, tirado a un lado del camino con una botella en la mano, un gran sombrero sobre la cara y un ancho gabán que le cubre lo flaco del torso. Él, recargado contra el árbol, ilustra la involución natural que sigue a la cómica escena del mexicanito borracho: Después de haber sido levantado a patadas del piso, se limpia la sangre y acepta la gorra y ropas sucias, las herramientas toscas y una promesa de integración social recompensada con un salario minúsculo. Es el hombre humillado que no olvida, y que sonríe al pensar que algún día se vengará violando a la hija del cacique sin mirarla, sólo excitado por su resentimiento. Entre estos pensamientos no escuchó bien las indicaciones y creo entender que hay que bajar por una barranca. El hombre me observa al bajar. Ahora se posesiona de mí un terror que no conozco, que es profundamente egoísta. Me veo abusada, torturada dedo por dedo y abandonada en un canal. Sólo me importo yo, me importa no dejar de ser, así tan de pronto. El hombre separa su espalda del árbol y va a caminar hacia mí. Entonces regreso casi corriendo hasta a la fonda. Me explican que no hay que bajar sino retroceder sobre la misma calle (pasando al lado de donde está el hombre). Ya no es prioridad esconder mi consternación, de manera que debo verme muy asustada. Le menciono a la mesera que me da miedo el "Don" y me responde con impaciencia que ése no hace nada.

Al volver sobre mis pasos, me bajo de la banqueta sin mirar al hombre. Camino con prisa hacia la fachada blanca de la Iglesia. Pregunto a un viejito que barre la entrada si ahí hay un centro comunitario. No. Me asomó y hay más hombres detrás de la Iglesia. Estos son de los jóvenes que van juntos, hablan muy fuerte y se ríen a carcajadas para demostrar su hombría. Me voy a un costado de la Iglesia para sacar mi celular con discreción. No tengo el teléfono de la coordinadora, de forma que saco el croquis donde está el número del centro. Marco y me contestan que está equivocado: desesperación absoluta. Miedo de salir a la calle de vuelta. Pasa un camión. Camión a Metro Tacubaya, $2.50.

FALLA #5.- EXCESO DE CONFIANZA
Todo parece mejor en el movimiento. Pienso que si ese camión no me deja en el Centro Comunitario, me seguiré hasta el metro. Una vez más pregunto al chofer por el lugar. Le pregunto por algunas calles y dice que no las ubica pero que sí pasa por un centro de ese tipo. Me baja junto a una preparatoria. Escondido y a un costado hay un edificio de colores. Pregunto por Eli, el contacto que me dieron, y dicen no conocerla. He llegado a un simple kinder. ¿Una iglesia? Más abajo está la de San Rafael pero está tantito retirada. Camínele ahí derecho nomás. La calle, por las escuelas, se llena de gente.

Unas seis cuadras abajo veo a tres señoras. Les pregunto, les enseño el croquis. Una me ve despectivamente y dice que estoy perdida. La segunda dice que la parroquia por la que pregunto está arriba y tiene una fachada blanca. Le digo que de allá vengo y no me cree. La tercera me dice que el Centro Comunitario está en esa Iglesia pero que no es muy conocido. No sé bien por qué pero voy pa' atrás como si esas personas me hubieran transmitido su descaro y su filosofía de arriesgar cuando no hay nada qué perder. Camión a "Jalalpa", $2.00.

FALLA #6.- COMPROMISO
Le pido al chofer que me deje frente a la Iglesia. Me avisa justo en donde se lo pedí y me bajo con pasos agigantados. Salí de mi casa a las siete y media y ahora mi reloj marca las nueve y cuarto de la mañana. Entro con actitud de conocer el lugar y decidida voy hacia la parte de atrás. Los hombres siguen ahí, así que tomo unas escaleras que no sé a dónde llevan. Mientras camino, una mujer me llama desde abajo asomada en una puerta que no había visto. Es Eli. Me nota alterada y me pide que me calme. Yo sólo quiero abrazarla pero me aferro a las ruinas de mi pudor. Cierra tras de mí la puerta con llave.

Me explica un poco sobre las actividades. Es notorio que no se sigue una estructura sino un manejo de eventualidades y que los niños son un problema. Eli toma mi mochila y me dice que la debe guardar en un locker con candado porque ya se les han perdido cosas antes. Más relajada, pienso que soy buena con los niños, puedo ser paciente, puedo manejarlos. Mentirosa. ¿De qué edades son? Desde dos hasta quince años. Deben estar por llegar. Llegan los primeros y no han pasado ni quince minutos cuando cae la gota que derrama el vaso y estoy arrepentida por todos los pecados de la humanidad. Eli dice que es una lástima que yo haya llegado el día que se cierran actividades. No entiendo y callo sin darle la gran importancia. Luego, la mujer se mete a su oficina a ver televisión augurándome que se tomará unas vacaciones dada mi llegada.

FALLA# 7.- FALTA DE CONSIDERACIÓN DE LOS GAPS
Son inegables los gaps generacionales, sociales y económicos entre los niños y yo. Afortunadamente para mí, esos criterios aún no definen sus relaciones humanas. Los que llegaron tienen 5 y 7 años, José Manuel y José Luis. Abro uno de los dos salones para improvisar una actividad: las bancas son un insulto para la salud mental y física. Los niños tampoco son de gran ayuda con la primera. Van llegando más, pero son más grandes. Son de primero y segundo de secundaria, unos seis. Más allá de llamarme Señora, no me faltan al respeto ni hacen nada ilegal; al menos eso creo hasta que voy al baño a lavar los pinceles y me doy cuenta de que los seis están encerrados ahí. Toco y me dicen nerviosamente que está ocupado. Salen uno por uno y vuelven a entrar uno por uno. Pregunto a uno de ellos qué pasa ahí. No sé. Él se encarga de informar a todos sobre mi curiosidad y cuando sale el último, cierra la puerta. Saben que para abrirla necesito una llave que no sé dónde conseguir. Me decido por la política de las putas: No questions asked.

Voy al baño de al lado. Es grande y obscuro, con un WC aislado en el rincón, sin papel por supuesto. El aguamanil está pegado a la puerta, sobra decir que no hay jabón y que gotea. Debajo hay una cubeta con agua café y de edad indefinible. Estoy lavando las cosas cuando llega José Luis y patea la cubeta. Brinco a tiempo, pero el daño está hecho y el agua en el piso. A limpiar con una jerga lo más rápido que pueda para no terminar limpiando mi propio estómago derramado. Estoy harta y entro al salón donde ya no están los niños y en su lugar hay múltiples charcos de pintura y agua para enjuagar pinceles. Los más grandes ya se fueron; los pequeños corren en la parte trasera de la Iglesia. Recuerdo la solución universal calma-niños: un balón de fútbol. Vi uno en la oficina de Eli. Listo, eso los entretendrá mientras limpio. Me atrevo a decir que el salón queda mejor recogido que antes. Ahora a cumplir con mis obligaciones normales de jugar fut con aquellos. Una hora or so en la que vi lo que realmente era el Centro Comunitario. Las escaleras por las que iba a subir cuando llegué dan a un comedor subsidiado por un patronato. Ahí llegan a comer ancianos, madres (la mayoría de catorce a diceiséis años de edad) con sus bebés, y niños de todas las edades. Supongo que en esa comunidad el peso del sustento recae sobre los hombres que trabajan todo el día en chambitas que van saliendo.

Estoy a una hora de irme. Se van todos los niños. De pronto, se aparece uno de los grandes y me hace la plática. Vamos a jugar un juego de mesa. Sale, tenemos un "Laif" pero como las instrucciones están en inglés no lo sabemos manejar. Tráetelo, ándale. Lo arma como si no fuera la primera vez que intenta usarlo. Llegan otros dos niños grandes. Uno de ellos tiene los ojos amarillos como de hepatitis. Leo las instrucciones y les explico lo básico: vamos a jugar sin acciones ni tasas, como un Turista Mundial lleno de casillas paga-cobra. Uno de ellos se fue por el camino de la Universidad y el otro por el del negocio propio. El primero organizaba su dinero sin emocionarse mucho por el sueldo. El segundo quería comprar todo lo que había, aunque así no fuera la mecánica. Cuando se aburrieron empezamos a hacer apuestas a ver quien sacaba un número más alto en la ruleta. Es curioso, pero el niño del negocio propio apostó todo y lo perdió en la primer vez.

La una, hora de irme.
Tomé mis cosas del locker. Nos vemos el Lunes. No, hime, hoy se cierran actividades. Recibimos una donación y van a construir unas canchitas para los niños, así que consideramos peligroso que andén por acá y vamos a cerrar hasta el 20 de agosto. Oculto la felicidad que quiere tomar control de mi cuerpo y hacerlo bailar por la oficina. Está bien, entonces yo le aviso a la coordinadora que se va a cancelar el servicio aquí en verano. Ok. Vuelvo a mi seriedad cuando me doy cuenta de que para irme debo salir de nuevo a la calle. Siento que estoy preparada para lo peor. Salgo. Justo afuera pasa el camión. Camión a Metro Tacubaya, $3.50.

FALLA #8.- LA REACCIÓN
Conforme bajamos por callecitas desconocidas, desniveladas y destruidas, intento convencerme de que la tensión ya pasó. ¿Por qué no puedo quitarme el peso de los hombros? Eso es: he estado dentro de Metro Tacubaya pero nunca lo he tomado desde la calle. No sé dónde está ni cómo es el rumbo. Luego de 40 minutos veo el Anillo Periférico y me tranquilizo un poco; luego más callecitas y el paradero. Tengo una idea del lugar dónde estoy pero no sé dónde está el metro. Ya no le pregunto a nadie. No tengo croquis para llegar a Tacubaya de modo que sigo a la gente y a la franja del comercio ambulante. Pasan cinco minutos y ahí está el metro. Lo abordo. Siento ganas de abrazarme de los asientos verdes y apretar los ojos porque sé que estoy cerca de casa. El transbordo, otras veces fastidioso, me es imperceptible. Son las dos y cuarto y bajo en la estación justo a la hora en que suelo bajarme. Cuando llego me arrojo a mi cama unos segundos; luego de tomar aliento y fingir una sonrisa, voy a contarle a mi familia sobre toda la gente que fue conmigo, sobre el camión de la universidad y sobre lo difícil pero constructivo que fue estar con los niños.

Un poco más tarde, llega Wong. Le cuento con frialdad un resumen de mi día y su cara va pasando por diversos gestos fársicos que me hacen ver la gravedad de todo. No puedo creer que estoy aquí. Tal vez el tipo de la gorra me alcanzó y ha hecho de mí todo lo malo que es posible hacerle a una persona. Y yo sigo bloqueándolo en mi cabeza y creo que estoy contigo cuando no lo estoy. A lo mejor ni siquiera sobreviví el caminar las primeras cuadras; todo lo que pasó después es una fantasía. Dice algo para calmarme. Me recuesto sobre su rodilla y salen unas lágrimas sin grandes aspavientos ni sollozos de tragedia. Me pongo un alto. Por alguna razón, no soy digna de Sufrimiento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No!!!!! Neta, que bárbara! ¿Cómo pudiste haber hecho tal reccorrido?, gracias al cielo sólo fué esa vez! Nena ten mucho cuidado de aquí en adelante! q miedo!, recuerda q te quiero mucho y que cualquier cosa mala q pudiera pasarte me dolería mucho! Mil besos!

Yamil dijo...

Digamos que quiero hacer un comentario... pero a veces pienso que sabes lo que pienso.